SISTERS ( I )
Me vienen a la mente muchas referencias
cinematográficas y literarias sobre las hermanas. Sobre ese vínculo de sangre
que te une a alguien simplemente por haber nacido de la misma persona.
Mis
tres hermanas. Podría escribir un libro entero sobre ellas. Podría tratar de sus miedos, de su
forma de ser, de lo mucho que las necesito en mi vida, de todos los juegos que
compartíamos de niñas, de todo lo que no me atrevo a contarles de mayor.
Y de
lo mucho que me entristece ver que de alguna forma nos vamos alejando, que cada
una inevitablemente sigue adelante con su vida.
Podría
inventarme sus nombres y maquillar sus historias, nuestras historias. O podría
plasmarlas con pelos y señales. Nadie distinguiría si lo que escribo es ficción
o realidad. Podría relatar momentos fugaces que todavía siguen en mi recuerdo.
Porque
al igual que en la ficción, en la vida ocurren cosas que nos marcan para
siempre. Inesperadas, tristes, alegres, fabulosas, dramáticas, oscuras. Y a
veces suceden a la vez, mezclándose miles de emociones en nuestro cuerpecito.
Tan pequeño, tan insignificante frente al mundo que parece hasta ridículo.
La
familia para mí es un pilar fundamental. Gracias a uno de esos acontecimientos que me
marcaron, supe darme cuenta de ello.
Una vez,
hace algún tiempo, mi universo estuvo a punto de derrumbarse. Creía que lo tenía todo:
trabajo, amigos, una pareja con la que me casaría, tendría hijos y sería feliz.
Una vida más o menos calculada, más o menos deseada, más o menos aceptable en un
entorno lleno de convencionalismos. Con proyección de futuro. Eso es lo que
creía, o mejor dicho, lo que me obligué a creer. Cuando ese cuento de hadas se
vino abajo, cuando el príncipe azul resultó ser de mentira y desteñía, me di
cuenta de que las personas a las que consideraba amigos, se esfumaron. Me quedé
sin boda, sin vestido blanco, sin pareja ni amigos, sin autoestima y con muchas
preguntas. Entré en un estado de shock extraño. Creía que lo que me estaba sucediendo no era real. En mitad de
ese caos, mi familia fue la única que permaneció a mi lado, que me prestó su
hombro para llorar desconsoladamente. Mis padres y en especial mis tres hermanas. Y para de contar. Ellas se
encargaron de que no me sintiera sola. No siempre lo conseguían, pero me
ayudaron mucho. Les debo el hecho de recuperar la confianza en mí misma.
Después de
aquel episodio y con el paso de los años, me di cuenta de dos cosas. De que
gracias a ese plantón en el altar, gracias a ese hecho, conseguí ser feliz de
verdad, con mayúsculas. Aprendí a valorarme y
a creer en mí por encima de todo. Descubrí después de un tiempo
obligatorio y necesario de soledad, qué era lo que quería en mi vida, o mucho
mejor, lo que no quería. Y me recuperé, me fortalecí y muy poco a poco, volví a
tener fe. Me volví a ilusionar, a equivocarme y a enamorarme como una tonta.
Desde las entrañas. Y esta vez sí reconocí la realidad, la fuerza de lo que me
pasaba.
Nunca les agradecí lo suficiente que estuvieran ahí
cuando más las necesitaba. Que fueran el palo al que agarrarme para salir del
fango, que simplemente se quedaran a mi lado. Nada más, sólo estar. Sobraban
las palabras. Era necesario pasar un tiempo de dolor, de rabia y de hastío,
pero me vino bien esa especie de soledad compartida.
Ahora, desde mi rincón favorito, agradezco a mis hermanas que me salvaran de aquellos días oscuros, aunque probablemente
no lean estas líneas porque no saben que escribo ni que tengo un blog. Hay cosas que dejamos de saber las unas de las otras. Pero ese vínculo
especial sé que, de algún modo, no desaparecerá.
Y espero que estas palabras en forma de regalo, aun sin saber que existen,
lleguen inconscientemente hasta ellas.
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