UN MUNDO SIN INTERNET (I)





    Es un día caluroso en pleno verano, un día de Julio. Esperaba ansiosa el momento de irme a pasar un mes entero con mis abuelos al pueblo, como cada Agosto.
Esos días interminables desde que acababa el colegio hasta que nos íbamos, eran eternos, especialmente  tediosos.
Pasábamos cada mes de Agosto mis dos primas, mi hermana pequeña y yo en un pueblecito de Badajoz, en el que nacieron mis padres y mis cuatro abuelos. El pueblo.
Para mí significaba un pedacito de independencia, los padres se quedaban en la ciudad y dejaban a los abuelos ejercer su autoridad sobre las nietas. Pero para nosotras resultaba más sencillo “manejarlos”, en el buen sentido, claro.
El pueblo tenía mucho encanto.
Se posaba sobre  un valle montañoso, todas sus calles eran empinadas y con interminables cuestas. En la parte más alta, en lo alto de la ladera; nos miraba y protegía  un antiguo castillo medieval.
El castillo era uno de los principales atractivos turísticos. Estaba en ruinas pero podía visitarse y se convirtió en nuestro refugio secreto durante muchos veranos.
A pesar del tiempo, el castillo estaba conservado en muy buen estado, lo suficiente como para aguantar a un puñado de jóvenes con ganas de matar el tiempo y de descubrir cosas nuevas.

     Pero todavía quedaban unos cuantos días por delante, todavía estaba en mi casa, en un barrio del sur de Madrid, a unos cuatrocientos kilómetros de allí.

…Yo vivía en un mundo que ahora resultaría raro. Un mundo donde la tecnología aún no había entrado precisamente en auge, donde lo normal era estar todo el día en la calle, relacionarte con los demás sin ningún tipo de miedo o prejuicio. Lo normal  entonces era compartir los problemas, hablar con la gente sin más, comunicarse.
 Un mundo sin internet.
 Un poco difícil de imaginar  ahora. Sin móviles y sin internet. Algunas tardes las pasaba metida en el videoclub de la esquina, mirando películas y más películas e imaginando que era la protagonista de cada una de las historias. Al final acababa alquilando varias para que el dueño de la tienda dejara de mirarme de forma rara.
   
Pero en ese día veraniego de Julio, las horas pasaban muy lentamente, parecían burlarse de mí. El calor era pegajoso y nublaba la mente, asfixiaba un poco, hasta pensar resultaba agotador. Decidí bajarme con mi bocadillo a la calle, como cada tarde.
Yo sólo tenía mi mente y mi pensamiento en el pueblo. Quería que se adelantaran los minutos y encontrarme ya en el autobús de camino a nuevas aventuras.
Pero cuando quieres que el tiempo vuele se ralentiza como riéndose de uno. Y aquella tarde no iba a ser menos.
Los vecinos del barrio querían jugar a algo. A mí no me apetecía mucho pero acepté.
Los chicos del barrio nos reuníamos en la calle, en el vecindario. Jugábamos juntos a todo lo que se nos pasara por la cabeza. Con el bocadillo en la mano y alguna que otra madre observándonos desde el banco de la plaza.
Jugábamos al pasacalles, al escondite, a las cartas…o simplemente a contar historias de miedo cuando empezaba a caer la noche.  Siempre encontrábamos algo con lo que entretenernos y siempre nos divertíamos y nos reíamos con ganas. 

Por votación, esa tarde jugamos a beso, atrevimiento y verdad. Un juego con el que pasábamos el rato. Nos agrupábamos todos en un círculo, sentados por el suelo. Había un líder que se encargaba de dirigir a todos. Las pruebas se realizaban por turnos.
El líder siempre hacía la misma pregunta: “debes elegir beso, atrevimiento o verdad. ¿Qué eliges?”.  Si se elegía beso, el líder decidía a qué otra persona del grupo se tenía que besar. Si se elegía verdad, el líder hacía una pregunta comprometida a la que se tenía que responder obligatoriamente diciendo la verdad. Y si se elegía atrevimiento, había que hacer algún tipo de prueba más arriesgada. Por ejemplo, asaltar al primero que pasara por la calle y decirle un piropo, o declararte a alguien, o ir a una tienda a preguntar cuánto costaba algo…o hacer la primera gamberrada que se ocurriera.
En este juego a simple vista absurdo se descubrían muchas cosas. Cotilleos, si alguien estaba colado por otro del grupo, etc, etc. Nos podíamos tirar horas jugando a beso, atrevimiento o verdad. Y algo tan inocente era la mejor manera de pasarlo bien. Y disfrutábamos  como tontos.
De esa inocencia se partirían de risa la mayoría de los adolescentes de hoy en día, independientes con sus ordenadores, sus Iphones, sus Whatsapp, sus drogas y sus preocupaciones que nunca intercambian con nadie más. Adolescentes que tienden a aislarse de todo y de todos.
Nosotros no conocíamos los móviles ni los conoceríamos durante muchos años, sin embargo, disfrutábamos en la compañía de los demás. Nos relacionábamos, salíamos a la calle y aprendimos que al final, siempre hay tiempo para todo. No hace falta correr tanto, no hay que adelantarse a sufrir.
No teníamos prisa por crecer ni queríamos adelantarnos a nuestro tiempo, ahora tocaba disfrutar de las pequeñas cosas. Ahora tocaba imaginarte qué serías de mayor, tocaba empezar a crecer despacio, sin prisas, coquetear con la adolescencia y con los primeros desengaños. Ya habría tiempo para todo lo demás, para las cosas de los mayores, ¡vaya si lo habría!.

   Y así pasaron  los calurosos días de verano previos a las vacaciones en el pueblo.
Hasta que por fin, llegó el ansiado día.
A las cinco de la mañana montábamos en un autobús y emprendíamos un largo viaje de unas seis horas hacia nuestro querido pueblo, nuestro viaje particular a la libertad…


CONTINUARÁ…

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