ESE OLOR INCONFUNDIBLE A CASTAÑAS ASADAS...





   Me despierto de la siesta con un olor inconfundible, penetrante y delicioso. Huele a castañas asadas en el fuego de la chimenea. Un aroma que agudiza todos mis sentidos y me hace levantarme casi hipnotizada, me hace coger la bata tirada sobre mi cama y bajar las escaleras aspirando profundamente, siendo plenamente consciente de lo grandes que son las pequeñas cosas cotidianas.

Entro en el salón y veo a mi hermano Jorge asando un buen puñado de castañas, mientras mis padres y mis tíos juegan a las cartas.  No advierten mi presencia cuando entro en sus vidas. La televisión está encendida mientras una pareja comenta a la cámara que les ha tocado el gordo de este año…nadie les hace caso. Mis primos más pequeños juegan en la gran alfombra. Gabriel colorea sobre un cuaderno gigante y Lucas se entretiene con un trenecito minúsculo. Se me escapa una sonrisa al verles.
Jorge está pendiente de las castañas y de sus pensamientos. Está ensimismado mirando las brasas del fuego, nadie se ha dado cuenta de que estoy allí con ellos y eso me divierte. Porque puedo observarles atentamente, imaginarme qué pasa por sus mentes, puedo saborear el hecho de estar en familia.

Los inviernos  de mi infancia en las montañas eran muy duros. Pero siempre subíamos al norte para pasar las navidades en familia. Para estar con los tíos y no perder contacto con los nuestros. No importaba el frío que se adentraba en el cuerpo no queriendo escapar, ni las seis horas de viaje en coche desde la capital, ni la carretera cubierta de nieve y llena de obstáculos, ni el interminable mal tiempo…Nada. Al llegar allí, a nuestra casita en las montañas con los nuestros todo se  olvidaba. Merecía la pena.
Me senté en la mecedora donde  durante años siempre lo hizo mi abuela, en una esquina del salón, cerca de la chimenea. Resultaba extraño pero seguía siendo invisible para todos.

Empecé a preocuparme cuando Pipo no se acercó a olisquearme ni a que le acariciara el pelo como siempre que me veía aparecer, moviendo su rabo alegremente. Me levanté inquieta entonces y me dirigí a Jorge. Le hablé.
-¿Qué pasa grandullón?, ¿me das una castaña?. Silencio.  Ni se dio la vuelta.
Me puse delante de sus narices y le pregunté si me oía. En ese momento se puso en pie, estaba justo delante de mí pero no parecía verme. Me estremecí de pies a cabeza. Dio unos pasos y sucedió. Así sin más, sin poder evitarlo y sin apenas darme cuenta. Me atravesó. Literalmente.
Pasó a través de mí y fue a decirle algo a mi padre a la mesa donde jugaban. Grité con todas mis fuerzas. Grité y grité y nadie se movió para mirarme. Llamé a Pipo y fui a acariciarle y él se alejó de mí. Empecé a sudar, a comportarme como una histérica poniéndome delante de todos, saltando y gritando sobre el sofá, intentando mover algún jarrón o algún objeto sin conseguirlo, haciendo gestos como una verdadera loca… ¿Qué pasaba?

Un sonido familiar hizo que saliera de mi estado de shock. La mecedora estaba balanceándose a mi espalda. Me di la vuelta despacio, temiéndome lo peor. Vi a mi abuela en ella, claramente, como tantas y tantas veces, tejiendo un gorro de lana y sonriéndome…
-Abuela, ¿puedes oírme, puedes verme?. Su pelo canoso estaba recogido firmemente en lo alto de un moño, sus arrugas eran tiernas, de anciana, y cubrían todo su cuerpo. Sus manos apenas temblaban mientras sujetaban las agujas de punto. Todavía se movían con agilidad. Y me sonreía, tejía y sonreía. 

Avancé hacia a ella medio mareada, balanceándome como si estuviera ebria. Todo empezaba a nublarse en mi mente, todo era demasiado extraño para entenderlo.

Antes de llegar a ella, el fuerte y profundo olor a castañas vuelve a hipnotizarme y a envolverme en una especie de tranquilidad angustiosa…

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