¿SÍ QUIERO?
¿SÍ
QUIERO?
Anoche
tuve un sueño extraño.
Echaba el último vistazo a mi imagen
reflejada en el espejo y sorprendí a unos ojos que me contemplaban extasiados.
El vestido parecía estar hecho para mi cuerpo. No era blanco, sino marfil. Muy
sencillo, ajustado en la cadera dibujando una silueta esbelta y delgada. De
cintura para arriba tenía unas plumas minúsculas cosidas a un corsé que
realzaba mi pecho. Desde la cadera, la tela caía como el agua de una cascada,
libremente. Aparte del vestido y unos tacones de aguja del mismo color, no llevaba
más adornos. El pelo se ondulaba sobre mis hombros, llegaba hasta la cintura,
suelto, brillante, sujetándose con una pequeña diadema del mismo tono del
vestido. El resultado de todo el conjunto era espectacular. Jamás me había
sentido tan guapa. Eché una última ojeada y de pronto, me paralicé. Allí de
pie, un pensamiento me atravesó por dentro e impedía que me moviera.
¿Realmente quería casarme? ¿Era yo la imagen
que me miraba desde el otro lado? Durante unos segundos eternos, me di cuenta
de mi realidad. Deseaba ese momento, verme así vestida, ser el centro de
atención por una vez, vivir mi cuento de hadas…pero no quería casarme. Lo vi
claro, me había estado engañando durante demasiado tiempo. Y en esa angustia de
una verdad descubierta, el día que se supone que debe recordarse como uno de
los más bonitos de tu vida, se convirtió literalmente en una pesadilla. Clavada
en el suelo frente al espejo, escuché un ruido familiar y constante que me sacó
bruscamente de aquel sueño. Mi despertador.
Estaba empapada en sudor, él dormía a
pierna suelta a mi lado y sin saber por qué, me sentí invadida por una tristeza
abismal, exagerada, asfixiante, una tristeza extrema. Me levanté a la cocina
sin hacer ruido, llené un vaso de agua y me senté a oscuras sobre un taburete.
Respiré hondo e intenté quitarme ese
agobio que todavía me acompañaba. Me hice la pregunta a mí misma. ¿Quería
realmente casarme? Era necesario hacérmela y ser sincera. No entendía por qué
habíamos llegado tan lejos. Ni siquiera sabía por qué vivíamos juntos.
Cuando él murió, entré en un profundo abismo.
Después de muchas caídas y demasiados golpes, pensé que David era la solución a
tanto vacío. Dejé que se instalara en mi vida, aún sabiendo que no sentía lo
que debía sentir. Aún siendo consciente de que las mariposas son necesarias en
una relación. Necesitaba un hombro en el que llorar, alguien que me facilitara
las cosas, dejar de estar tan sola… y él apareció sin más. Lo compliqué todo.
Una cosa llevó a la otra. Y después de un tiempo conviviendo decidimos casarnos
y quién sabe, quizás con el tiempo tendríamos hijos. Uf. Bebí de un trago el
vaso de agua y volví a respirar. Pensé que en ese momento me daría un infarto.
Salí a la terraza a atrapar un poco de aire fresco. Me dio de lleno en la cara
y me sentí por unos segundos algo mejor. Aquel sueño me reveló un gran secreto,
mejor dicho, una verdad que llevaba dentro de mí y contra la que luchaba cada
día. No le quería, estaba a punto de casarme con un hombre al que no amaba. Esa
era la verdad, innegable, inamovible, aplastando a mi alma como si fuera una
enorme roca. Pero estaba ahí. Y yo lo sabía desde el principio. Y puede que él
también lo supiera.
David no era la persona adecuada, no
por nada especial, sino simplemente porque nunca me enamoré de él. Y no se
merecía seguir viviendo aquella mentira. Sería muy difícil aceptarlo, muy duro
enfrentarse a todo esto, con el vestido comprado, la boda organizada, los
invitados, los planes de futuro a la vuelta de la esquina. Sería la decisión
más difícil de toda mi vida. Pero también era lo más justo.
Me levanté del taburete y me dirigí a
la habitación, como un preso condenado a muerte que recorre el pasillo hacia su
triste final. Me acosté a su lado, miré al techo, mi corazón parecía querer
salir de mi cuerpo. Le zarandeé varias veces, suavemente, y le susurré al oído:
-Cariño, despierta. Tenemos que
hablar.
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